Me encontraba recostada en la orilla de la
playa. Podía sentir la calidez de la
arena sobre mi piel, la que me hacía recorrer un escalofrío en todo el
cuerpo. Un placer intenso me recorría y los sonidos del mar y la naturaleza aterciopelaban mi mente. El olor del océano envolvía mis sentidos,
acrecentando el goce. Reflexionaba. Me pregunté para qué estaba ahí. ¿Cuál era mi misión?. La vida nos
parece algo normal, la vivimos en la cotidianidad. Hacemos cosas por costumbre, sin
cuestionarnos. ¿Pero qué es en realidad
la vida? ¿Habrá alguien que lo sepa? ¿Habrá alguien que sepa vivir? ¿Se puede aprender a vivir? No lo creo, pero si creo en la felicidad. ¿Y
qué es la felicidad? Estaba ahogada en un mar de preguntas y desórdenes.
Tomé un puñado de arena e imaginé que tenía un
mundo en mis manos. En éste cada partícula era un ser, cada ser era un mundo, y el mundo eran los
seres. Qué fácil sería destrozar ese cosmos. Bastaría con dejar caer la arena para
arruinarlo todo. Entonces me pregunté qué
pasaría si ahora nos encontráramos en manos de alguien. No me pareció una idea muy alocada y lo
trasladé a la vida cotidiana. Me di
cuenta que en realidad tenemos muchas responsabilidades y que nuestras tareas
por realizar son rehenes de nuestra voluntad.
Seguía con el puñado de arena en la mano, pero
éste se había achicado. El viento
provocaba que los seres se volaran. Yo,
rehén de ese mundo, luchaba fervientemente para que el mundo no muera, pero no
podía contra el viento, no podía contra la naturaleza. El mundo, rehén de mis manos, me pedía a
gritos que lo salvara, y no podía hacer nada, sólo veía como las
partículas eran arrasadas por el viento.
Entonces se me ocurrió mojar la arena, pero pensé que de esta forma
ahogaría a los seres. Insegura de mi
misma, decidí no hacerlo. Temía estropearlo todo. Estaba tan insegura que ni siquiera tenía claro lo que era la seguridad.
De todas formas ese mundo se iba a acabar, en
algún momento tendría que soltar la arena, ¡pero qué difícil era!. Me puse de pie, levanté los brazos y dejé
caer la arena, con libertad. Grité de
felicidad mientras giraba como una niña alegre. De la desesperación pasé a la alegría. Al final había comprendido, me había conectado. Entonces agarré más puñados de arena dejando caer partícula por partícula, entregando los seres al viento. La arena no había muerto, los seres seguían allí. Ya no estaban en mi mano, pero estaban latentes. Los podía percibir con todos mis sentidos, y con mis pies...
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